viernes, 13 de diciembre de 2013

Querida hoja de papel

Siempre he pensado que cada uno de los seres que habitamos este incognoscible universo estamos hechos de lo mismo. Y no, no me refiero a las células o a cualquier terminología o pensamiento desarrollado desde una perspectiva científica, sino a las historias. Incluso esa flor solitaria que crece en un desamparado lado de la carretera posee una, abarcando así desde una recolección de los distintos insectos que se han interesado por su polen hasta una melancólica antología de miradas y lágrimas del cielo. Todos, indistintamente de lo que seamos, tenemos una. Es por ello que me gustaría compartir la mía con una hoja en blanco, que en su memoria grabe una historia poco extraordinaria y puede que insustancial pero que, al fin y al cabo, es una historia. La escribo para saber que está ahí, para ser consciente de que existo, de que no soy nada en una inmensidad abrumadora, para fijarle límites. La escribo porque siento una extraña atracción por las palabras abandonadas y porque tengo una profunda necesidad de deshacerme de los recuerdos de este baúl polvoriento. Tal vez cuando acabe, me percate, no para mi asombro, de que todo resulta inconexo. Y así deseo que sea, pues es una clara muestra de la precisión con la que he plasmado mi ser: extraño, lejano y desconocido, como las estrellas.

Querida hoja de papel:

La lluvia de otoño siempre me volvía taciturna, me refugiaba de tal manera en mi ser que ignoraba la vida. Mis oídos se concentraban en su rítmica melodía y mi mirada siempre reposaba vacía sobre las teclas del cielo: componían mi música favorita. Me sentía llena de mí misma porque no tenía nadie con quien compartir dicha plenitud. Era agradable estar en una cárcel primorosamente decorada y, ante todo, no ver las cadenas. Sin embargo, las estaciones fueron borrando la huella de los charcos, las risas de los niños jugando en el exterior acallaron mi amada sinfonía y yo me fui evaporando junto al llanto del frío. Te sorprendería comprobar lo poco que ha cambiado todo desde entonces. El otoño continúa con sus regulares visitas, la lluvia aún me deleita con sus más prestigiosos conciertos y yo no he dejado de perderme en la lejanía. Todo sigue tal cual lo dejé: silencioso, roto y vacío. Me gusta inmortalizar despedidas. Mas no creas que me marché con lágrimas entrelazadas a las pestañas, sería un craso error. No me entusiasma admitirlo, pues la simple mención de ello desata en mi ser un profundo arrepentimiento y una insoportable sensación de infidelidad. Pero lo cierto es que durante la ausencia de la lluvia mis ojos habían explorado más allá, hacia una realidad tan maravillosa que resultaba difícil de contemplar: las estrellas. podría escribir folios y folios sobre lo que me hacen sentir y lo único que haría sería desencadenar en mi interior una incontrolable impotencia verbal y una aún mayor admiración hacia lo que su existencia supone. Por ello, tan solo puedo aventurarme a decir que aquello que sentía era inusual, puro y perfecto. Me gustaba creer que las estrellas eran las lágrimas de la noche, que los problemas del universo hacían pequeños los nuestros. Así pues, cuando tuve edad suficiente para plantearme en qué dirección quería cultivar mi futuro, una única palabra atravesó mi mente como lo haría un rayo, pero de una forma sumamente agradable y decidida. Astronomía.

Me sentía como el centinela del firmamento y éste premiaba mi labor con sus más valiosos secretos. Aprendí todo lo que se puede aprender sobre las estrellas, lo cual me enseñó lo mucho que podemos llegar a desconocer. A día de hoy, aún continúo soñando con el observatorio, que ya no es más que un borroso recuerdo de ecos pasados. Sé que aún sigue alzándose entre la bruma, y que el tiempo hace progresivamente más pálido el sendero que lo abraza, como a mí. Sé que mi lugar preferido persiste mirando hacia ninguna parte, y todo eso porque me lo han contado pero lo que sé por mi propio conocimiento es que mañana tanto el observatorio como sus alrededores constituirán parte de la exquisita colección de las ruinas del tiempo y que entre la inocencia de los que poblaron el ayer no quedará nadie para llorar su pérdida. Porque los lugares no brillan cuando mueren, con suerte, tal vez alguno despierte cierta expectación histórica. Porque las personas no lucen transformadas en ceniza, con suerte, puede que alguien las recuerde durante su exigua existencia. Es posible que ese sea el factor propulsor de mi amor hacia las estrellas: que todos las imaginamos inmortales.

Recuerdo que una vez le conté a alguien la historia de un chico infeliz que no hallaba ni siquiera alegría en las partituras del viento de verano o en el vals de una mariposa. Al final se enamoró de una estrella porque, según decía, pese a ser la mirada de la eternidad ella sólo tenía ojos para él. Supongo que hice algo propiamente humano: cambiar el sujeto para eludir la mención propia.

A veces pienso que el mundo se ha concentrado en el observatorio para burlarse de mí y que yo continúo prisionera en mi cárcel de lluvia, como si el tiempo fuese inmutable, esperando a que ésta deje caer ante mis ojos la vida que tanto ansiaba. Me frustra no poder atrapar las gotas y aún más que la noche no rocíe con sus lágrimas de terciopelo mis manos. Me entristece que pague con indiferencia mis años de fiel servicio y que no le otorgue a mi vista un último vestigio del color.

Ahora estoy aquí, en una antigua estancia cualquiera, escuchando en apesadumbrado silencio el llanto de las nubes, acuchillándote con una pluma sucia en palabras sobre tu blanca piel. Ya no veo teclas en el cielo. Es curioso cómo vuelve a cambiar todo con la llegada del otoño. Cómo las cadenas se transportan y se van haciendo visibles. La forma en la que me torturo al recordar aquellos días en los que me dedicaba a sustituir cada estrellas por un deseo y el modo en el que se quedaron brillando, sin que yo pudiera alcanzarlos.